Alice Lake vive en una casa a orillas del mar. Es una casa muy pequeña, una cabaña para guardacostas construida hace más de trescientos años para gente mucho más bajita que ella. Los techos son inclinados e irregulares, y su hijo de catorce años debe agachar la cabeza para entrar por la puerta principal. Hace seis años, cuando se mudaron desde Londres, todos eran muy pequeños. Jasmine tenía diez años, Kai tenía ocho y Romaine, la pequeña, apenas tenía cuatro meses. Nunca se habría imaginado que un día tendría un hijo desgarbado de más de un metro ochenta de estatura. Nunca se habría imaginado que algún día este lugar se les quedaría pequeño. Alice está sentada en su pequeña habitación, que está en la planta de arriba de la diminuta casa. Desde aquí dirige su negocio. Convierte en arte mapas antiguos que luego vende en internet por una exorbitante cantidad de dinero. O, mejor dicho, puede… que parezca exorbitante por una obra de arte hecha con mapas antiguos, aunque no lo es tanto para una madre soltera con tres hijos.
Suele vender dos a la semana. Es suficiente. O casi. Al otro lado de la ventana, entre farolas de estilo victoriano, un ruidoso viento de abril balancea unos banderines descoloridos por el sol. A la izquierda hay unas gradas donde pequeñas barcas de pesca forman una columna que se extiende hasta un muelle de hormigón en el que la abundante y violenta espuma del mar del Norte se estrella contra la costa rocosa. Y más allá de todo esto, el mar. Negro, infinito. A Alice aún le sobrecoge el mar, su extrema proximidad. Cuando vivía en Brixton tenía una vista de paredes, de jardines de otra gente, de torres distantes y de cielos humeantes. Y de repente, de la noche a la mañana, ahí estaba todo ese mar.
Cuando se sienta en el sofá, en el otro extremo de la habitación, es todo cuanto puede ver, como si formara parte de la estancia, como si estuviera a punto de filtrarse a través de los marcos de las ventanas para ahogarlos a todos. Echa de nuevo un vistazo a la pantalla de su iPad. En ella ve una pequeña habitación cuadrada, un gato sentado en un sofá lamiéndose las patas traseras y una taza de té en una mesita. Oye voces procedentes de otro sitio: su madre hablando con el cuidador y su padre hablando con su madre. No es capaz de entender lo que están diciendo, porque el micrófono de la cámara web que instaló en la sala de estar la última vez que fue a visitarlos no capta del todo bien el sonido de las otras habitaciones. Sin embargo, Alice se tranquiliza sabiendo que el cuidador está allí, que a sus padres les darán de comer, les administrarán su medicación, los asearán, los vestirán y que durante un par de horas no tendrá que preocuparse por ellos. Esta es otra cosa que no se habría imaginado hace seis años, cuando se mudó al norte. Que sus padres, llenos de vida, inteligentes, recién cumplidos los setenta, desarrollarían ambos, con pocas semanas de diferencia, la enfermedad de Alzheimer y requerirían supervisión y cuidados constantes. En la pantalla del ordenador portátil de Alice hay un formulario de pedido de un hombre llamado Max Fitzgibbon. Quiere una rosa hecha con mapas de Cumbria, Chelsea y Saint-Tropez para el quincuagésimo aniversario de su esposa. Alice es capaz de imaginarse a ese hombre: bien conservado, de pelo entrecano, vestido con un jersey Joules de cuello cremallera de color brezo y aún desesperadamente enamorado de su mujer después de veinticinco años de matrimonio. Es capaz de deducir todo esto a partir de su nombre, de su dirección, del regalo que ha elegido («Las rosas inglesas, grandes y de vivos colores, siempre han sido sus flores favoritas», dice en la casilla de «Otros comentarios»). Alice aparta la vista de la pantalla y mira hacia la ventana. Él aún sigue allí. El hombre de la playa. Lleva todo el día allí, desde que abrió las cortinas a las siete de la mañana: sentado en la arena húmeda, abrazándose las rodillas sin dejar de mirar el mar. Lo ha estado vigilando, preocupada, porque quizás estaba a punto de mandarse él mismo al otro barrio. Eso ya había ocurrido antes, en una ocasión. Un hombre joven, mortalmente pálido a la luz blanca y azulada de la luna, dejó el abrigo en la playa y desapareció sin más. Tres años después, Alice aún sigue obsesionada con él. Sin embargo, este hombre no se mueve. Solo está ahí sentado, mirando fijamente el mar.
Hoy, el aire es frío; sopla con fuerza y trae consigo de la superficie del agua un velo de gotitas heladas. Pero ese hombre solo viste una camisa y unos vaqueros. No lleva ninguna chaqueta. Ni bolsa. No lleva sombrero ni bufanda. Hay algo inquietante en él: no va lo bastante desaliñado como para ser un vagabundo ni es tan extraño como para ser un enfermo mental del centro de día de la ciudad. Parece estar demasiado en forma para ser un drogadicto y no ha tomado ni una gota de alcohol. Parece sencillamente… Alice busca mentalmente la palabra correcta y al final da con ella. Parece perdido.
Descarga Cuando te encontré de Lisa Jewell en formato pdf.
TOP 10 Cărți